Por ahí / 21 de noviembre, 2015 / Función única / 1:50 hrs. de duración /
Promotor: Efraín Arditti Bejarano.
Gustavo Emilio Rosales
Existen varias especulaciones acerca del origen del vocablo parranda. Hay quien dice que proviene de ferha, un término de origen árabe asimilado al español desde la variante portuguesa farra: fiesta; otra perspectiva indica que su raíz se asocia a la parra, esa planta trepadora que crece en abundancia y hacia todas las direcciones posibles, pues de este modo la sonora palabra haría alusión a quien gusta de divertirse de manera expansiva, “andando por las ramas”; hay quien recuerda el nombre de una danza popular de Murcia, jacarandosa e inquietante, bautizada por la conjunción onomatopéyica del pandero y la guitarra. Para quienes bailamos, saltamos y vibramos esta noche con la música del grupo de Rana Santacruz, lo parrandero es esta específica experiencia de vivir en carne propia un sonido audaz, pletórico de mezclas sin fronteras, que une tradiciones, gustos y públicos diversos.
Nacido en el Distrito Federal, de ascendencia francesa y radicado en Nueva York desde el inicio de este siglo y milenio, René Hubart deja su papel de académico experto en la materia de negocios musicales, cuando asume su rol de acordeonista y cantante de los ensambles que dirige enfundado en su personaje de Rana Santacruz: trovador “chiquito pero picoso”; que suele usar pantalones de mariachi combinados con calzado deportivo, buscando que se le faciliten algunos lances atléticos como los que emprende esta noche, cuando baja del escenario a mitad del concierto para sacar a bailar, alternadamente, a cuatro damas, so pretexto de facilitarnos una improbable tarea de seducción a los varones aquí presentes.
“Bajo, bailo con ellas y ustedes entran al quite, cuando yo se las acerque”, indica, exhibiendo una marcada vocación pedagógica y de organización que habrá de impregnar cada breve introducción de su animado repertorio: “esta canción es para que se las lleven bailando, suave, a lo oscurito”, “con esta otra deben de decirles lo bonitas que son y entosss…”; “en este tema, dedicado a los ardidos, deben ladrar cada que…”, “¡no, no ladren todos de igual manera, qué no ven que cada can es diferente!, busquen su perro interno, ¡así!”. Dentro de este marco, muestra los resultados de sus lecciones de español a los tres músicos estadounidenses que están en su banda; y lo hace pidiendo a cada alumno que diga algún piropo al estilo mexicano; el resultado, invariablemente, comienza con una palabra que suena a ¡mamaousssita!
Con voz que resulta coherente con su porte, Rana —sin que él lo deseara, de niño lo apodaban así— canta invocando a sus ancestros espirituales (Jorge Negrete, Piporro, Agustín Lara, Chava Flores); se trata de sones texturizados con metáforas que unen el pueblo y la ciudad; a lo mágico de las almas en pena, presentes pa’ la cena, con el rencoroso recorrido de un ranchero estimulado por Sid Vicious; al diputado hecho camote “por culpa del escote de la plurinominal”, con un lobo humanoide que padece calambres cada que ve sangre. Se trata de temas de su inspiración, que cuentan historias fantásticas o tiernas, de un modo preciso y con matices de humor negro. El setlist combina piezas de sus dos discos —Por ahí (2015) y Chicavasco (2010)—, con cortes de La Catrina (2000), el álbum que produjo cuando formaba parte de la agrupación homónima, que encontró su fin un año después de este lanzamiento.
Un rápido vistazo hacia el frente del escenario arroja el dato de que en verdad se trata de públicos —así, en plural— los que han venido a festejar con Rana Santacruz el placer de su música (él mismo y su banda son los primeros en suscitar el jolgorio y en gozarlo), haciendo del Lunario un recinto de tres pistas: la que hacen temblar los intérpretes mediante los timbres de batería, banjo, violín, contrabajo, requinto, jarana, acordeón y dos trompetas; la región del baile desaforado, donde las dinámicas salpican quebradita, slam, bolero, son y country western; y la zona de la danza de dedos sobre las mesas, cabezas que oscilan y suelas de zapatos que percuten en el piso, ejecutadas por venerables personas que no por estar sentadas se muestran menos agradecidas por esta tremenda juguetería musical —precedida por las frescas notas del dueto tapatío Espumas y Terciopelo—, que brinda grato masaje a la imaginación.
Foto: Fernando Aceves / Colección Auditorio Nacional |
Santacruz —“buscaba un nombre que tuviera sonoridad de antihéroe ranchero en territorio texano, tipo Speedy González”— se postula artísticamente como el trickster (el pícaro divino, común en diversas mitologías) de un estilo musical indefinido, pero también inconfundible. Podría decirse que, amo de las mezclas sin muros entre los estilos que ama, apunta a ser un género en sí mismo, de no ser porque él también parece no tomar muy en serio su papel y en cierta cúspide del mismo tiende a insinuar: “no te acostumbres mucho a esto, que todo siempre está a punto de cambiar”.
Programa
Ya me voy / Corrido de Juan Charrasqueado / El chapulín / La cumbia de la serpiente / Lo único que quiero / Por ahí / Tacho el gacho / La plaza de la flor / Noche de perros / Déjala entrar / Se me olvidó otra vez / Marinero de ley / Te quiero ver llorar / El funeral de Tacho / El ranchero punk / Lobo / Encore: Now She’s Gone (trío de músicos estadounidenses, sin Santacruz) / Yo sé / Cajita de barro.
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